La realidad de las cosas no siempre es evidente a primera vista.

sábado, 1 de mayo de 2010

Jesuitas: una idea del siglo XVI para el XXI

Con las constituciones de la Compañía de Jesús, San Ignacio organizó institucionalizó un carisma y una intuición espiritual para cumplir con el mensaje evangélico y perdurar a través de los siglos, combinando la eficacia organizativa con una profunda fe, siempre en equilibrio. Este equilibrio Ignacio lo pone en las constituciones, emitidas como reglas, criterios e instrucciones institucionales que “han de ayudar” sin perder la perspectiva que en el final de cuentas, “la suma sapiencia y bondad de Dios nuestro creador y señor es la que ha de conservar y regir y llevar adelante en su santo servicio…” Estilo toma equilibra la contemplación de Dios en la vida cotidiana, combinando acción y oración, sin el extremo de la absoluta quietud interior asumida por algunos para dejar que Dios actúe sin la menor interferencia de las personas, y evita el aislamiento de la sociedad para entregarse por completo a la oración, el coro y el trabajo (ora et labora) de los monasterios que venían desde los dos primeros siglos de la Iglesia Cristiana. San Ignacio propone una contemplación de Dios en las cosas, no como aislamiento y centrado en el trabajo manual para el autosostenimiento económico, sino en un trabajo de anuncio y servicio al prójimo, anclado en la historia, en la vida de la sociedad y la participación institucional y la cercanía personal espiritual, tomando parte e influyendo en el destino de los pueblos a través de su trabajo concreto y significativo, considerando los sectores más desprotegidos.

Esa dinámica equilibrada, marcha entre el trabajo de los jesuitas asumido con tal empeño, como si todo dependiese de ellos, pero confiando como si todo dependiese de Dios y nada de ellos. Para San Ignacio y los jesuitas, rige la ley interior de la caridad y el amor que el Espíritu Santo se imprime en los corazones (y asumido desde la experiencia de los ejercicios espirituales y el discernimiento) y se concreta a través de dichas constituciones que

Las constituciones del instituto de la Compañía de Jesús constituyen el eje de orden religiosa e incluye con tremenda técnica y eficacia todos los aspectos sustanciales de la orden siguiendo la una lógica de proceso que va entre la admisión de un candidato hasta su plena incorporación a la orden a través de numerosas, prolongadas y difíciles probaciones. En estas instrucciones, se dispone que no haya facilidad en admitir a los candidatos a la compañía de Jesús y tampoco facilidad en despedirlos cuando corresponda, previo protocolo de actuación. Difícilmente San Ignacio y los primeros jesuitas dejaron sin la previsión cuidadosa y considerada un aspecto fundamental de la orden religiosa que iniciaban.

No hace falta describir el vigor organizativo, intelectual y la altísima eficacia de la operación de los principios organizativos y espirituales de las constituciones de los Jesuitas a lo largo de toda su historia; algunos incluso descubren todo un sistema organizativo perfectamente actualizable a las condiciones del mundo actual. En el plano de los resultados, estos ejes fundacionales de Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros están fuera de duda: la orden fue aprobada por el Papa Paulo III en 1540; a la muerte de Ignacio de Loyola, al frente de la Compañía de Jesús en 1556, ya había una gran cantidad de jesuitas importante por toda Europa (¿mil?). En 1572 llegaron los jesuitas a la Nueva España; en 1582 las misiones jesuitas estaban en auge en China y en 1609 inician las reducciones indígenas en Paraguay. Es probable que la tremenda efectividad institucional y el impacto social (con las universidades y colegios, las misiones y el acompañamiento espiritual ) y político (a través de la presencia y acompañamiento a sectores de poder social y político) de esta fórmula a partir de la aprobación de la compañía por el Papa Paulo III haya generado la supresión de la orden en 1773 por el Papa Clemente XIV, en medio de amenazas de mayores daños a la iglesia católica y el papado por los factores de poder imperial europeo de no haber suprimido a la orden. Las acusaciones admitían una gama más o menos amplia de argumentos teológicos (se apartan de la sana doctrina católica y caen en el sincretismo, se gritaba por la inculturación de los jesuitas en China) y de tipo político (quieren fundar un estado dentro de otro estado, se acusaba por las reducciones del Paraguay) El esclavismo y las intrigas palaciegas impusieron su ley y la orden fue suprimida. La orden sobrevivió gracias a su fortaleza espiritual y en parte por el asilo que brindaron los reyes Federico II y Catalina II en Prusia a los sobrevivientes de la supresión y la represión a los jesuitas.

Tras la restauración en 1814, la orden, por fuerza de su diseño institucional, por los “perfiles” esperados y elegidos entre los candidatos y por la dinámica misma de las constituciones del instituto, no ha dejado de estar en las encrucijadas de la historia, las revoluciones de los pueblos y la búsqueda de la realización del servicio de fe y la promoción de la justicia (como fue definida la misión de los jesuitas en 1975) En el contexto del Concilio Vaticano II en 1965, la orden abrogó una serie de reglas de la vida institucional que llegaban a exagerar la forma sobre el contenido espiritual de la esencia religiosa de la orden. Muchas personas llegaron a sospechar que tal abandono de la “regla” jesuita no era sino el principio de su fin institucional y que perdía su origen. Lo cierto es que pareció ser lo contrario: un reencuentro dinamizador de su marca espiritual impreso por S. Ignacio y los primeros jesuitas. El empuje institucional de los jesuitas de alguna manera recoge muchas aspiraciones dentro de la iglesia católica y genera una influencia positiva en la vida eclesial, no sin dificultades y cuestionamientos al interior de la misma. Por alguna razón, los ataques más fuertes han llegado de algunos sectores considerados conservadores, quienes, llegado el momento, actuaron sin piedad…

En 1982 la orden fue sometida a un estado de excepción por la imposición de un superior general por el Papa Juan Pablo II; algunas versiones hablan de la voluntad inicial del papa para imponer un visitador (un cardenal carmelita de origen) empujado por sectores ligados al Opus Dei y los Legionarios de Cristo. Cierta o no esta versión, es conocida la línea del pensamiento del papa Juan Pablo II para restaurar un esquema eclesial más propio del Concilio de Trento que de Vaticano II; en dicho esquema los jesuitas sobraban o estorbaban. La orden llevó el peso de cuestionamiento con dignidad y sin mayor sobresalto; no era la primera vez que estaba su trabajo espiritual y su pensamiento teológico en tela de juicio. Toda suerte de acusaciones siguen desfilando en su contra… a favor o todo lo contrario. Desde el prejuicio de identificar lo jesuita como tramposo, falso, hipócrita y soberbio hasta el señalamiento de que se trata de una organización militar despiadada que se “devora” a sus miembros con tal de conseguir sus objetivos más bien ligados al poder y la influencia que al servicio del evangelio. Lo del título del superior general de los jesuitas no ha parado desde que inició la orden a la fecha: se trata de un “prepósito general”, alguien que está puesto por delante para representar y coordinar a todos los jesuitas (de ahí lo general, y no que sea un “general” de un ejército armado para la guerra. Nada más lejano de la realidad.

Por lo demás, quienes conocen de cerca, por dentro y por fuera a la orden sabrán de su lado humano, sus pobrezas espirituales y de calidad, pero sobre todo, de su riqueza y su fortaleza en su trabajo en servicio de la fe en el Padre de Jesucristo y la promoción de la justicia que se deriva de lo primero.

Los últimos superiores generales de la Compañía de Jesús: Pedro Arrupe (1965) Paolo Dezza (1982) Peter Hans Kolvenbach (1983) y Adolfo Nicolás (2008) simbolizan y concentran de un modo intenso y extremo las pruebas por las que ha pasado la orden y muestran una solidez institucional más allá de toda duda. Surge la pregunta si el modelo, el estilo de liderazgo positivo y constructivo, el estilo propositivo que busca siempre alternativas en el ánimo de hacer mejor el trabajo por el evangelio y vencer las dificultades sin perder el objetivo central de la misión, constituyen un modelo abierto al espíritu que la iglesia católica necesita, de modo especial en lo referente a la posición del clero católico para sortear las pruebas y las presiones a que está sometido en estos aciagos primeros años del tercer milenio.

La iglesia católica requiere actualizar la forma en que vive su misión evangélica; quien presiona para impedir esta actualización, probablemente no considera el valor de la apertura a los ”signos de los tiempos.” Aquí resulta relevante ese ánimo constructivo y considerado de la espiritualidad ignaciana que pudiera ayudar a la iglesia y sus líderes a realizar su misión de vivir y predicar el evangelio del padre de Jesucristo en un mundo más vertido al siglo XXI que al siglo XVI.

Amigos en el camino, etapas de una búsqueda

Para el caso de quienes alguna vez vivieron en el instituto religioso de la Compañía de Jesús, que fueron admitidos e integrados en alguna forma, y que por alguna razón dejaron la orden, es probable vivan con alguna de la experiencia mística de San Ignacio y los primeros compañeros los acompañe en el resto de su vida.


Probablemente en alguna de las etapas de las probaciones no dieron el “perfil” para avanzar en su integración en la orden; probablemente les faltó la “quietud” en su alma, temperamento o a su inteligencia no le resultaba propio el modo de la compañía para hacerlo su proyecto de vida; en algunos casos se pidió “salir” de la Compañía, en otros caso se siguió el protocolo que San Ignacio en diversas formas (para diferentes casos) estipuló como una forma de no admitir, o ya admitidos, fueran dimitidos de la orden.


El paso por la Compañía en la mayoría de los casos se constata, deja marcas: la fuerza del espíritu, el ánimo fraterno, los estilos de vida común, el liderazgo de los superiores, la experiencia de la oración y el discernimiento. Cada persona guarda en sí mismo en su historia personal lo que le haya quedado, haciéndose difícil establecer un tipo de patrón o patrones específicos que pudieran ser determinados cuantitativa (por lo profundo) o cuantitativamente (por el tiempo que haya durado la persona en la orden)


Resultan claras las líneas del modo de proceder de la orden que se mantienen con puntual fuerza y le dan base a toda la institución: los ejercicios, el examen, el discernimiento, el estilo de trabajo, la organización obediencia / votos, la forma de corregir, la disciplina que implica vivir y trabajar en una comunidad, la preocupación mutua por la comunicación profunda, la comunicación afectiva, la preocupación mutua por los hermanos, la temperancia de las pasiones y la corrección fraterna, la cuenta de conciencia, el modo de enviar, el modo de resolver los encargos (en la misión), la búsqueda del bien mayor (el magis) y la flexibilidad de la inteligencia para salvar lo principal de la misión haciendo los ajustes según el contexto en el que se realiza el servicio al evangelio.


Los “perfiles” y requisitos para ingresar a la compañía y avanzar en cada etapa (admisión a tres probaciones) y los “perfiles” de los superiores (de comunidad, de obra y de provincia) son criterios nítidamente establecidos en las Constituciones, con la instrucción de aplicarse con tanto rigor como con flexibilidad en atención a un bien mayor. Esta es una clave primordial en la eficacia institucional para el logro de los objetivos y el impacto social de la orden.


Quien pidiendo la admisión e incluso habiendo sido admitidos para las probaciones en la orden, eventualmente puede determinarse que cumplen con el “perfil” para avanzar en la integración de la Compañía; esta es una tensión permanente a lo largo de la vida de todo jesuita. Para el caso de quienes no eran admitidos o que se requiriera su dimisión de la orden, en la visión espiritual de San Ignacio y los primeros jesuitas la clave no era (ni es) la exclusión institucional en sí misma, sino que se trata de un proceso que, en el proyecto de vida de la persona, se toma el paso por la Compañía como una etapa dentro de la búsqueda personal y el discernimiento de la voluntad de Dios en la propia vida. La razón por la que se pide entrar en la Compañía, es la misma por la que se inicia el proceso de la dimisión de la orden a pedido de la misma persona o por sus superiores. Así se expresan en las constituciones este principio: “Como conviene para el fin que en esta Compañía se pretende del servicio de Dios nuestro Señor en ayuda de sus ánimas, que se conserven y aumenten los operarios que se hallaren idóneos y útiles para llevar adelante esta obra, así mismo conviene que los que se hallaren no tales, y en el suceso del tiempo se entendieren que no es ésta su vocación, o que no cumple para el bien universal que queden en la Compañía, se despidan. Aunque como no debe haber facilidad en el admitir, menos deberá haberla en el despedir, antes se proceda con mucha consideración y peso en el Señor nuestro. Y aunque debe ser las causas tanto mayores cuanto cada uno está más incorporado en la Compañía, por mucho que lo estuviere, podría quien quiera en algunos casos y debería ser apartado de ella.” (Constituciones 204)


Sea que las personas que fueron admitidas en la compañía en algunos de sus grados decida abandonar la orden religiosa o por decisión del superior, se genera un proceso que derive en la salida del miembro admitido o en proceso de admisión, “ayudándolos con consejo y lo más que la caridad dictare, para que en otra parte sirvan a Dios nuestro Señor, luego podrán despedirse” (Constituciones 192, referido al modo que se ha de tener con los que admitieren a la segunda probación, conocida como noviciado)


La descripción del “modo de despedir” en las Constituciones inicia así: “Con lo que hubieren de ser despedidos se debe observar el modo que conviene para más satisfacción ante Dios nuestro Señor así del que despide, como del que es despedido y de los otros de casa y fuera…” (Constituciones 218)


Para el caso de quien es despedido, se procurará que haya satisfacción en cuanto a lo exterior, que vaya de Casa cuanto se pudiere, sin vergüenza o afrenta y llevando consigo todo lo que es suyo. (Constituciones 225) En cuanto a lo interior, que procure enviarlo cuanto en amor y caridad de la Casa y cuan consolado en el Señor nuestro pudiere. (Constituciones 226)


El núcleo de toda esta cuestión radica en que a toda costa, instruye Ignacio, se deje a salvo tanto en el plano psicológico la autoestima profunda, como en el plano espiritual, la búsqueda de la voluntad de Dios. De esta forma, la cuestión no es sin más un proceso (rudo o suave) de exclusión, sino que se viva como una etapa en su propia búsqueda. Así, San Ignacio en las Constituciones instruye al superior que dimite a un jesuita (y en el mismo tenor al novicio o al candidato) para que “…Cuanto al estado de su persona, procure enderezarle para que tome otro buen medio de servir a Dios en la Religión o fuera de ella, según pareciere más conforme a su divina Voluntad, ayudando con consejo y oraciones y con lo que más pareciere en caridad.” (Constituciones 226)


Por criterios de sanidad psicológica y en el plano espiritual, las constituciones disponen considerar la situación de quienes se quedan en la comunidad ante el proceso de la salida de algunos de sus miembros, incluso de personas cercanas a la comunidad por alguna razón: San Ignacio y los compañeros dispusieron que el responsable del conducir el proceso (un superior normalmente) procurase ninguno se quede con turbación en su espíritu de la despedida, sin que se queden “desabridos” ni con mal concepto de él en cuanto sea posible; antes que le hayan compasión, y le amen en Cristo y le encomienden a su divina Majestad en sus oraciones, para que sea servido de encaminarlo y le haya misericordia (Constituciones, 229 y 230)

Rematan estas reglas, algunos puntos relativos a quienes por su voluntad pidieron salir de la Compañía o fueron despedidos, en cuanto a que abre la posibilidad (casos y proceso) de poder incorporarse de nuevo a ella. (Constituciones 231-242)


Este es el marco institucional y las reglas que sobre el punto particular han regido y rigen en la Compañía de Jesús, con sus reacomodos y sus actualizaciones convenientes al tenor de los inicios del siglo XXI.


De una revisión general de las Constituciones no parece que San Ignacio y los primeros jesuitas reconocieran como un sector colaborador (potencial o real) para sus misiones, de entre quienes se hubiere dimitido de la Compañía de Jesús. Colaboradores y colaboradoras de la Compañía de Jesús en el plano espiritual, en el orden práctico e incluso en la relación laboral es claro que siempre ha habido y no se explicaría mucho del logro histórico de la orden sin el apoyo de personas “fuera” de la Compañía en la realización de su labor. Este es un punto relevante si se toman en cuenta las condiciones sociales en las que la Iglesia cristiana y católica enfrentan en el marco del inicio del tercer milenio. Es probable que se esté presionando por un modelo de Iglesia más abierta, más centrada en los valores evangélicos, que se concreten más formas de vida y participación comunitaria y haya menos énfasis en el protagonismo del clero, menos culto pomposo y menos énfasis en algunas formas de religiosidad primitiva que promueven ciertos sectores del clero que conllevan una imagen mágica de Dios con quien se establece una relación muy parecida al comercio: “te compro tu gracia... un pase al cielo...”


En este sentido es de valorarse el estilo ignaciano en la espiritualidad para caminar en la vía del divino servicio, integrar en la vida la fe y la justicia, construir comunidad e integrar todos sus carismas en la vida de la iglesia, en revisar y asumir con paz las cuestiones organizativas y prácticas con un sentido más humano y más sereno, como la cuestión de la sexualidad en general y el celibato sacerdotal en particular. El papel de las mujeres en la iglesia reclama un profundo discernimiento y no una simple la represión de iniciativas.


Quienes compartieron en un momento de su búsqueda el modo de proceder de los jesuitas en su proyecto de vida y por alguna razón salieron de ella, pueden incorporar en su aporte, en su búsqueda del servicio divino o en su realización de los valores evangélicos dentro de sus posibilidades y capacidades, los elementos del estilo ignaciano y de la Compañía de Jesús, consolar a los hermanos en el camino y compartir la vera historia de su espíritu y los aprendizajes que la vida le ha dado en el seguimiento de Jesús y sus ratos de reflectir para “sacar algún provecho.” Para quienes fueron algún día jesuitas y ya no lo son, al menos formal e institucionalmente, la misma orden y las amistades que permanecen con quienes siguen en la Compañía, sigue siendo motivo de consolación y en algunos casos pasa a ser una etapa superada. En el plano humano algunas circunstancias pudieron haber sido dispares e incluso desagradables: la diferencia probablemente pueda estar en mantener una actitud de reconciliación con la vida, superar etapas y rescatar la experiencia en el plano espiritual, como siguiendo el discurso: buscando a Dios entré en la Compañía… buscando a Dios salí a seguir el trabajo.


El padre Nicolás sostuvo hace unos días en Guadalajara durante su visita a México, que los retos de los jesuitas son los mismos que de cualquier cristiano en la iglesia. Al margen de que haya sido una respuesta un tanto esquiva porque pretendió fijar una igualdad donde hay una desproporción; y es que “cualquier cristiano” no tiene la solidez institucional, la experiencia, los recursos que tiene la orden de la Compañía de Jesús. En cualquier caso, vale la pena asumir esta igualdad en los retos y asumir que en el servicio de la fe y la promoción de la justicia puede haber diferentes acentos, recursos, ánimos y formatos organizativos.


Para el caso de quienes caminaron y vivieron la “marca” espiritual ignaciano y la marca institucional de la Compañía, hay un regalo y una misión, un don y un trabajo pendiente para vivir los valores y los principios evangélicos y aplicarlos en las condiciones de vida que se vayan generando: en la relación conyugal y familiar, en el acompañamiento con los hijos y las hijas, en la pertenencia a una comunidad , en la preocupación por construir una patria. La marca de San Ignacio, la marca de la Compañía en la iglesia pone a quien vive “por la libre” en una actitud de abrirse al espíritu y discurrir para sacar algún provecho, discernir para sentir hacia dónde apunta y lleva el espíritu de Dios, para que en camino uno pueda consolar y ayudar fraternalmente a los hermanos (próximos) Esta marca en algún modo es una experiencia de sentido que como don de Dios hay que agradecer, como logro personal es preciso mantener y como riqueza espiritual hay que compartir. Ahí descubro un reto que tenemos como personas, como seguidores y amigos de Jesús en la causa de su Padre, marcados por una experiencia institucional que habrá conocerla, vigorizarla y actualizarla, para usarla en nuestro favor.


Guadalajara, Jalisco, abril 2010


Guillermo Ortiz Vázquez